Llevo cerca de cinco meses pintando la ciudad, especialmente la zona de Urdesa, que es por donde me muevo a diario. No es fácil la tarea, es cara además de trabajosa. Llevar dos cajones de materiales, con tarros de pintura acrílica, aerosoles, brochas, rodillos, bancos, extensores, etc., nada sencillo, menos aún cómodo. A ese combo hay que sumarle la incomprensión de uno que otro transeúnte o vecino y los riesgos que trae consigo una ciudad sumida en la delincuencia y la paranoia como Guayaquil.
Es difícil, pero es divertido.
El proceso ha sido variado, al igual que mi forma de crear en formatos pequeños y medianos. Algunos murales han partido de un boceto, con cierto control de la idea. Otros, la mayoría, nacen en el momento, de acuerdo a las dimensiones o la ubicación de la pared.
Aportar con algo de mi arte a la ciudad es mi única intención. Hace rato que las galerías y los salones dejaron de ser los difusores por excelencia del arte. Hoy el escenario es mucho más amplio y nos beneficia a todos, en especial a los que intentamos seguirle el ritmo a la evolución.
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